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De la emergencia de los terremotos al reconocimiento en un museo, este creador japonés ha removido los cimientos y reinventado todas las escalas de la arquitectura
Shigeru Ban, retratado junto al pabellón que ha levantado en la sede madrileña del Instituto de Empresa. / JAMES RAJOTTE |
¿Qué arquitecto querría diseñar la casa de quien no puede pagarle? Shigeru Ban (Tokio, 1957) empezó por las emergencias. Con 37 años, en Ruanda, utilizó por primera vez las estructuras de tubos de cartón que le han hecho mundialmente famoso. Ese mismo año 1995 volvió a emplearlas en su propio país, tras el terremoto de Kobe.
No solo construyó viviendas en una semana, también enseñó a los
ciudadanos a hacerlas. Lo mismo sucedió luego en Turquía, en India y en
Haití. En el pabellón japonés de la Expo de Hannover del año 2000, Ban
llevó ese humilde sistema constructivo a un edificio monumental. Hoy,
más allá de idear viviendas con estancias móviles, es el autor del
flamante Centro Pompidou de Metz, pero no ha perdido la independencia ni la obsesión de ser útil. En Madrid ha levantado un pabellón en el jardín del Instituto Empresa
y ha hablado a los empresarios de la urgencia de compartir
conocimiento. Sabe de qué habla: la mitad de su tiempo la dedica a gente
que no puede pagarle.
PREGUNTA: Con el Pritzker a Toyo Ito, ¿se siente el siguiente japonés en la cola?
RESPUESTA: No, el Pritzker es un premio para cuando alcanzas el máximo nivel en la profesión.
P: Pero el nivel no es una cuestión de edad. Y un gran premio puede dar aliento. Herzog y De Meuron arriesgaron más tras recibirlo en 2001.
R: Eso es poco habitual.
P: Puede ser. Peter Eisenman cuenta que él nunca lo conseguirá porque mejora continuamente.
R: [Risas]. Fue profesor mío y discutíamos todo el rato. Me llamaba Osito de Azúcar (Sugar Bear).
P: ¿Por qué?
R: Decía que mi nombre era muy complicado.
P: Pero es sencillo.
R:
Simplemente no nos llevábamos bien. No permitió que me graduara en
Cooper Union. Tuve que rehacer mi tesis por él. Él quería que
siguiéramos sus enseñanzas a ciegas y yo no estaba de acuerdo. Concluyó
que como yo era japonés, no podía pensar como él.
P: ¿No admitía que alguien pensara diferente?
R: Trataba de lavar el cerebro de los estudiantes. Yo debía de ser algo más maduro e hice las cosas a mi manera.
P: ¿Es una práctica habitual entre arquitectos estrella no admitir otro discurso que el propio aunque sean profesores?
R: Sobre
todo en Estados Unidos. Y sobre todo entre los arquitectos conocidos:
tratan de producir epígonos. No aceptan la diversidad de pensamiento.
P: Usted trabajó para otra estrella, Arata Isozaki, que, sin embargo, se ha transformado con los diversos movimientos arquitectónicos.
R: Isozaki
es tan inteligente que todos los que defendieron el posmodernismo
quedaron atrapados en esa elección menos él. Tuvo la cabeza y la fuerza
suficientes para no encasillarse. Por eso busca empleados que piensen lo
contrario que él. No le interesa que le sigan ciegamente.
P: ¿Qué tipo de arquitectos contrata usted?
R: [Risas]. Me interesa que entiendan mi manera de entender la arquitectura y mis valores.
P: ¿Cuáles son esos valores?
R: La
modestia. La complejidad que se necesita para hacer las cosas
sencillas. Odio el desperdicio. Siempre empleo lo que está disponible en
cada lugar.
P: Odiar el desperdicio caracteriza su arquitectura desde que empezó levantando campos de refugiados para la ONU.
R: Antes de
que comenzara a hablarse de sostenibilidad, en 1986, ya me parecía de
sentido común. No es solo una cuestión ecológica, simple lógica: en las emergencias sobra lo que no es necesario.
P: ¿Por qué le interesó la arquitectura de emergencia?
R: Me desilusionaba que la profesión de arquitecto solo fuera conocida por la gente privilegiada y rica.
P: ¿Eso sigue igual?
R: Sí. La
arquitectura se acerca al poder y al dinero porque ambos son invisibles y
necesitan que la arquitectura los haga visibles. Pensé que los
arquitectos tenemos un conocimiento que puede ser útil a mucha más
gente.
P: ¿Cree que el siglo XXI podría trasladar la arquitectura de los poderosos a los necesitados?
R: No.
Aunque ahora hay muchos estudiantes interesados en lo que hago. Hace
poco, los estudiantes soñaban con ser arquitectos estrella.
P: Tal vez hayan tomado nota de lo que les ha pasado a muchas estrellas, por no hablar de los que se han estrellado antes. ¿Qué hizo que usted considerara trabajar con cartón y papel?
R: Como
estudiante analicé la obra de los arquitectos famosos. La mayoría están
influidos por el estilo del momento, pero hay algunos que no. Esos pocos
han sido inventores, creaban su propio sistema constructivo o ideaban
un material. Hablo de Buckminster Fuller, de Jean Prouvé o de Frei Otto. Desde joven quise desarrollar mi propio sistema estructural.
P: ¿Le motivó más inventar que conseguir resultados sociales?
R: Al principio sí. Utilicé papel prensado para una exposición sobre Alvar Aalto
y comprobé que con ese material se podían construir estructuras.
Aprendí que la duración de un edificio no tiene que ver con la fortaleza
de los materiales con que está construido: el hormigón puede ser
destruido por un terremoto, y el papel, sobrevivir a ese mismo
terremoto.
P: Algunos de sus edificios de papel, como la iglesia de Kobe, se han convertido en permanentes.
R: Incluso
los edificios construidos con papel pueden permanecer mientras alguien
los cuide. En cualquier caso, mientras el principal objetivo de los
edificios sea hacer dinero, la arquitectura siempre será temporal. Un
promotor puede destrozar un edificio, aunque sea de hormigón, si cree
que sustituyéndolo por otro puede conseguir más dinero.
P: ¿Se siente más cerca de un inventor que de un arquitecto al uso?
R: No estoy inventando nada nuevo. Utilizo materiales de otra manera. Les doy otro sentido.
P: ¿Cuándo, cómo y por qué decidió construir para la gente que realmente necesitaba esas construcciones?
R: Mientras
estudiaba arquitectura me daba cuenta de que no trabajábamos para la
sociedad. Solo lo hacíamos para la gente privilegiada. Pensé que era una
pena.
P: ¿Qué le hizo pensar eso? Alguien de su edad que completó estudios en EE UU proviene de una clase acomodada. No creo que viera necesidad en su infancia.
R: No sé de dónde salió mi interés. Me parece sentido común.
P: ¿A qué se dedican sus padres?
R: Mi madre
es modista. Hizo esta chaqueta para mí [comenta estirándosela]. Mi padre
es un hombre de negocios. Ellos siempre me han dejado elegir. No sé qué
me hizo mirar hacia los necesitados.
P: ¿Ideales políticos, religión, educación?
R: No tengo
ni idea, salvo que me parecía mal que la arquitectura estuviera
encerrada en un gueto social. Los clientes potentados resultan cansinos.
Creen que el dinero lo puede todo y… no es así.
P: ¿Dónde aprendió eso?
R: Cuando
trabajé para Isozaki. La profesión de arquitecto me parecía mucho mejor
que la de los médicos o los abogados porque ellos tienen que dar con
frecuencia malas noticias. Los arquitectos solo damos noticias
positivas. La gente se hace una casa en el mejor momento de su vida.
Luego concluí que no éramos realmente necesarios para la sociedad.
P: Los arquitectos que admira fueron outsiders. ¿Es consciente de haber elegido un camino secundario?
R: No lo elegí, pero soy consciente de lo que hago.
P: ¿No se considera miembro del club de los arquitectos célebres?
R: En absoluto.
P: Pero lo es. Más allá de solucionar emergencias en diversos países, ha reinventado la tipología doméstica y ha firmado el Pompidou de Metz, un museo: el edificio clave para convertirse en una estrella.
R: No soy uno de ellos. Especialmente en Japón, donde me dejan de lado.
P: ¿Qué quiere decir?
R: Tengo experiencia en situaciones de emergencia en Turquía, Japón, India o Haití. Pero tras el terremoto de hace dos años,
en Tohoku, la costa oriental japonesa, fueron muchos los arquitectos
famosos que decidieron trabajar allí y no me llamaron para integrarme.
P: ¿Pero usted ha trabajado en Fukushima?
R: Sí, pero
fuera de su grupo. No pertenezco al club. Con todo, que muchos
arquitectos estén involucrados en una situación de emergencia es una
buena noticia. Y bonita.
P: ¿En qué consistió su trabajo en Fukushima?
R: Comencé
haciendo tabiques. La gente fue evacuada a gimnasios y pensé que un
tabique de papel les daría intimidad. Lo había visto en Kobe. Pasados
unos días, las familias empiezan a necesitar recogerse. Pero las
autoridades no aceptaban mi propuesta: es más fácil controlar a la gente
sin tabiques. Al final conseguí que me hicieran caso. Construimos 1.800
unidades.
P: No solo tiene que pensar qué se necesita y cómo hacerlo. Tiene que demostrar que será aceptado. ¿Cómo lo logra?
R: En una
emergencia lo tienes que hacer todo: lograr el dinero, idear el sistema,
conseguir el material, enseñar a construirlo… La recompensa no es
económica. Pero es enorme. Para mí, esos tabiques son arquitectura
porque transforman la vida de la gente.
P: Con el tipo de decisiones y acciones que usted realiza, la arquitectura se convierte en política.
R: Sí. Lo
que hago en las emergencias lo hago desde una ONG que he creado por una
cuestión burocrática. Si trabajara para el Gobierno, debería seguir las
normas. Y en las situaciones de emergencia, uno no tiene tiempo de pedir
permisos.
P: No les debe de hacer mucha gracia a los políticos.
R: En una
emergencia, ellos ven números. Me sentía incapaz de convencerles de que
la calidad es necesaria pasado un tiempo, por eso decidí hacer yo mismo
las cosas. Sin esperar ayuda o apoyos. Lo que yo hago cuesta lo mismo
que lo suyo, pero permite que la gente viva mejor. Tras el terremoto de
2011 propuse viviendas de tres plantas porque no hay espacio para que
todos tengan una casa aislada, por pequeña que sea. Costaban lo mismo
que las de una planta que hizo el Gobierno.
P: ¿Cómo se viven las catástrofes cuando uno las ve en directo?
R: El número de muertos no revela el desastre. Ahora trabajo en Christchurch (Nueva Zelanda).
Allí murieron 150 personas; en Japón, más de 20.000. El daño parece
menor. Pero el coste económico, comparado con el nivel de vida en el
país, supera al de Japón. Además está el día después. En Christchurch
cayeron muy pocos edificios. Pero luego resultó que el 80% de los
inmuebles tenían daño estructural. Hay que rehacerlo todo. Y eso cuesta.
Una cosa es recoger el desastre; otra, tener que destrozar tú.
P: ¿Cuánto dedica a la emergencia?
R: La mitad
de mi tiempo. Cuando sucede un desastre, más, claro. Los desastres son
una escuela de vida, pero mi satisfacción es la misma cuando la gente
entra a vivir en una de mis casas de emergencia que en otra que me han
encargado. La diferencia es que el desastre no paga.
P:¿No cobra nada?
R: No.
P: ¿La mitad de su tiempo no cobra nada?
R: No.
P: ¿Es consciente de que podría ganar el doble?
R: Si tuviera proyectos [se ríe].
P: ¿Se gana bien la vida?
R: Defina
buena vida. Trabajo mucho. Tengo poco tiempo. Pero hago lo que quiero. Y
tengo suficiente para pagar el alquiler de mi apartamento.
P: ¿No tiene casa propia?
R: No.
P: ¿Tiene hijos que mantener?
R: No. Eso me dejaría menos tiempo.
P: ¿Qué opinan sus padres de las casas de tubos de cartón?
R: Están orgullosos. Tengo buenos padres y recibí una buena educación: hacer dinero no les interesa especialmente.
P:Pero uno relaciona a los hombres de negocios con el dinero.
R: Mi padre
trabajaba para Toyota. Y mi madre tiene una tienda de ropa de mujer,
Atelier Ban. Solo diseña para mujeres y para mí. Odio ir de compras.
Visto de negro porque es fácil y cómodo. Antes le compraba a mi amigo
Issey Miyake, pero como ya no diseña, la ropa suya que tenía empezó a
gastarse. A mi madre le preocupó y me hizo ella ropa nueva.
P: ¿Qué le diría a quien le acusa de haber desarrollado sus arquitecturas de emergencia para entrar en el club de los arquitectos?
R: No me importa lo que digan. Hago lo que me
interesa. Continuaré haciendo trabajos de emergencia y continuaré
haciendo viviendas. Todos los arquitectos que respeto –Alvar Aalto,
Louis Kahn o Mies van der Rohe– diseñaron casas hasta el final. Creo que
no hay mejor entrenamiento. Me gustan los arquitectos que buscan retos y
no los que solo se preocupan de mantener su statu quo, su posición.
Un vendedor de cabañas en la ONU
Un joven Shigeru Ban (Tokio, 1957; en la imagen, de niño, el primero
por la izquierda de la segunda fila, con su equipo de rugby) buscaba la
oportunidad de construir en una zona de desastre. Cuando vio las fotos
de los refugios que la ONU construía en Ruanda en 1994 se dio cuenta de
lo mal que lo estaban haciendo: los tutsis se congelaban. “Me fui a las
oficinas de la ONU en Tokio e hice una propuesta”, recuerda hoy. “Me
dijeron que de eso se encargaban en Ginebra. Y les escribí. Viajé hasta
allí sintiéndome como un vendedor cargando con una tienda de campaña.
Pero el arquitecto alemán responsable era un pionero de la
sostenibilidad y se interesó en mi propuesta de construir con pedazos de
papel. La ONU repartía plásticos, y para sujetarlos debían cortar
árboles. El sistema tenía poco futuro con dos millones de refugiados.
Probaron con los tubos de aluminio, pero en África son caros y los
robaban para revenderlos. De modo que vio en mi propuesta un material
alternativo para levantar nuevas estructuras. Y me contrató”.